Emilia Pereyra es periodista y escritora, nacida en Azua de Compostela, en República Dominicana.
Estudió comunicación social en la Universidad Autónoma de Santo Domingo e hizo una maestría en periodismo multimedia, en España.
Ha laborado en los principales medios de comunicación de la República Dominicana, en los que se ha desempeñado como reportera, articulista y ejecutiva.
En 1998, su novela “Cenizas del querer” figuró entre las diez finalistas del Premio Planeta, uno de los galardones más importantes otorgados a novelas escritas en lengua española.
Ha publicado las novelas “Cenizas del querer”, “El Crimen Verde” y “Cóctel con frenesí”. También el libro “Rasgos y figuras”, conjunto de perfiles biográficos previamente publicados en el diario Hoy.
Varios de sus cuentos han sido incluidos en antologías nacionales y extranjeras y traducidos al inglés y al italiano.
En 2005, Pereyra se le concedió una beca literaria en Leding House, una prestigiosa residencia que reúne a escritores de todo el mundo, en Hudson, Estados Unidos, bajo la dirección de la reconocida fundación Art Omi.
Un año después, realizó un curso sobre periodismo en áreas de conflictos, que concentró a periodistas y escritores de Latinoamérica en Tel Aviv, Israel.
Pereyra es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua.
Fragmentos de obras
De la novela “Cenizas del querer”
Rejuego del destino
La armoniosa faz de Beatriz de Rivera quedó congelada en un gesto cerril aquel imborrable lunes en la mañana, de calor infernal, que entraba en oleadas por las persianas. Demóstenes la sorprendió mientras retiraba los platos del desayuno, colocándole en los brazos un bultito movedizo, envuelto en una sábana. La mujer, de cuerpo enjuto y ojos intensos, permaneció unos segundos en suspenso tratando de interpretar la acción. Él aprovechó la confusión inicial y la condujo hasta una mecedora.
–Ésta es tu hija, Beatriz. Aquí tienes lo que has deseado tanto– le dijo con voz afectada.
–¡Qué!– exclamó, el rostro transformado, súbitamente pálido. Fue como si un alud la hubiese sepultado. La golpearon los recuerdos. Había hecho todos los esfuerzos posibles por procrear la prole que, creía, Dios le tenía reservada para cumplir con los anhelos de un futuro pleno, al lado de un esposo ejemplar y de una nutrida descendencia.
Durante ocho años de matrimonio con el hacendado don Demóstenes Rivera, había perdido varios embarazos, a pesar de los cuidados que la llevaban a permanecer durante días interminables en la cama, bordando o tejiendo manteles para mitigar el aburrimiento y los momentos de desesperación. Esos esfuerzos frustrados le habían dejado un rictus amargo y un dolor hondo. Estaba segura de que sólo el nacimiento de un vástago de sus entrañas la podría curar.
De la novela “Cóctel con frenesí”
El sol intenso lo despertó. Claridad diamantina. Cielo límpido. Ni nubes ni manchas oscuras. Aire con baños de sal. Abría los párpados. Intentaba mover los miembros de su cuerpo. Bostezó y se quedó mirando el intenso oleaje. Poco a poco, comenzó a maniobrar para desprenderse el cadáver. Por fin, lo vio caer pesadamente. Aspiró el vaho. ¡Cuánto hedía! Respiró una vez más. Estaba al lado del acantilado. Abajo, el agua viva y ondulante. Él la miraba con abulia. Sus párpados se sellaron. Lo invadió una dejadez, próxima a la incuria. Desde alguna fibra de su ser le llegó el valor que le había faltado en otras ocasiones. Fue como un resorte. No pensó en nada. Sólo al final, cuando comenzó a rodar y su cuerpo estaba al borde de las rocas salpicadas por el agua salada, emergió la imagen de Chucha y pronunció su nombre. Después cayó como un bulto pesado sobre la masa grisácea. Un sonido. Un golpe. Luego la nada. ¡La nada! Sólo el líquido en movimiento. Las olas espumosas. El ruido y las rocas. Sus brazos y piernas se fueron hundiendo con lentitud hasta que no quedó más que el agua algo enfurecida.
Ni un sonido provocado por las llantas. Ni una voz. Ni unos pasos corrieron hacia el acantilado. Las palmeras se mecieron. La estrella luminosa continuó reinando en lo alto, con resplandores nuevos y la mágica intensidad caribeña. El perro muerto permaneció tal como lo había dejado y la gente siguió desplazándose por la avenida George Washington, a cuyos lados se mantenían enhiestos los cocoteros. Alguien pasó sujetando un radio y el ambiente se inundó con la alegría de la trompeta, el tambor y las maracas.
Las horas se deslizaban y las aguas marinas seguían batiéndose. Faltaban unas horas para el mediodía. Era un auténtico sábado lleno sol, con una vaga promesa de lluvia.
Del libro de cuentos “El Inapelable designio de Dios”
Brasa y fuego
La Chiqui sintió. Una mano acariciaba su pierna lentamente, desde el tobillo hasta el muslo, y de súbito se le posó como un pájaro en la planicie del pubis. Se sobresaltó. Buscó en la penumbra el cuerpo dueño de los dedos. Aparecieron unos ojos poco infantiles, una boca ancha y bigotes espesos. Viéndola recoger las piernas desparramadas y saltar muerta del susto, el hombre sonrió con malicia.
La joven llegó muy asustada a la cocina. Miró el refrigerador, la columna de platos por fregar. La doña, acodada a la mesa, se removía el esmalte de uñas. Tienes cara de susto. Usted no sabe. Qué te pasa, muchacha. Una película de misterio me sacudió. La Chiqui recordaba pierna-mano-oscuridad. Gastas el tiempo mirando fantasías, con tantos quehaceres. Y la joven sentía fiebre en la pierna. Es mejor irme al cuarto, caviló, pues el ambiente se hacía muy pesado. Giró, y la detuvieron los brazos del hombre, apoyado en el marco de la puerta, con la mirada candente puesta sobre su voluminoso trasero. A poco oyó la voz de la doña: el tráfico es insoportable, esta ciudad es infernal, siéntate, amor, ahora te preparo un refresco de tamarindo. ¡Qué bien! La Chiqui se escurrió llevándose la mirada del hombre quemándole el escote.
Se lavó el cuerpo con un chorro de agua fría, pero el calor en la pierna y en el cuello aumentaba. Envuelta en su vieja toalla, salió de la bañera. ¿Había dejado la bombilla encendida?, no recordaba, pero el cuarto estaba a oscuras. En la cama sobresalía un cuerpo abultado, un pecho ancho, que se agitaba vigorosamente. Quiso escapar y no pudo. Las fuertes manos la atraparon cuando intentó ganar la puerta. El hombre apretó su cintura. Buscaba despojarla de la toalla, murmurarle cosas. Ella lo amenazó con contárselo todo a la doña. ¿Serías capaz de una maldad como esa? Sí, soy capaz. ¿Por qué te alarmas?, rico bombón. La Chiqui se cubría, temblaba, oteaba el cuarto en busca de un vestido. Estaba a punto de llorar. Pronto serían las ocho de la noche, la doña la llamaría para comprar el pan y preparar la cena. ¡Sí, doooña!, en un momento voy, ¡se me dañó el vestido!, ¡espéeerese!, váyase, ojalá que la doña no lo sepa, es muy buena conmigo, y usted queriendo hacer esto, mire, mejor se va, ¿eeh?
La doña es una especie de tromba marina. Siempre le duelen las piernas y se queja. Tantas compras por hacer, recortarse el pelo, ir a la plaza, ver las tiendas, y el automóvil dañado. Si tuvieras tiempo, amor, me llevarías al supermercado. Tengo la vida muy complicada y no sé qué hacer. La verdad corazón, no te gusta delegar, si quieres mañana llevo a la Chiqui, ella puede comprar, le haces una nota y te quedas descansando o llamas a la masajista, tienes cara de enferma y debes tomar vacaciones. Sí, tal vez me escapo y voy a Puerto Plata, mi hermana Lila está allá. ¿Verdad? La Chiqui, ¿sabes hacer las compras?, eres una mujer de verdad. Sí, doña usted escribe y no hay problemas, que Dios me ampare. Bueno, amor dejo de atormentarme por los problemas, y definitivamente voy, la Chiqui puede encargarse de todo, no se van a morir sin mí. ¡Ay!, doña, la verdad es que me da miedo quedarme aquí, pero si tiene que irse y es por su salud, yo conforme, nunca me he quedado sin usted en esta casa.
emiliapereyra@gmail.com
1 comentario:
Los mellizos de talo felicitan a nuestra querida hermana y amiga Emilia pereyra.
Que Dios te guíe hoy y siempre
Publicar un comentario